Carlota.

Carlota era una niña, era una niña encerrada en el cuerpo de una mujer.
Le gustaba ponerse tiritas de colores en las heridas del corazón, y ponerse los tacones de mamá cuando no había nadie en casa. Se pintaba los labios y pintaba el espejo, haciendose fotos mientras sacaba la lengua.
Carlota siempre saltaba en los charcos en otoño, y marcaba los libros que se había leído con carmín. Le gustaba ponerse las corbatas de los hombres que la hacían el amor muy despacio, pero de verdad le ponía verte aparecer con las Ray-Ban olivaceas y esa camiseta gris.
Se pintaba las uñas de naranja y me mentía cuando decía que no me quería.
Carlota susurraba a los gatos por la noche que quería hacer el amor en las estrellas, porque serían las únicas que cuando la viesen, no se asustarían de sus moratones. Le gustaba dejarse el pelo largo, más largo que por mitad de la espalda, para poder hacerse trenzas (francesas si las hacía mamá). Sus lunares hacían triángulos y a ti te encantaba contarlos uno a uno, realizándo los triángulos con la lengua mientras gemidos se escapaban de su boca.

Carlota tenía un osito de peluche gigante en la cama, al que abrazaba si a la tristeza le daba la gana pasearse por casa. Ella quería saber si era verdad lo que decía el anuncio del helado, ese de "99% por ciento placer. El resto, es cartón", pero a ella no le gustaba el helado de chocolate si no lo tomaba con Audrey Hepburn a las cinco. Siempre quería que le contase el cuento de caperucita roja por las noches, porque ella tenía la teoría de que el lobo estaba enamorado de caperucita y el leñador de su abuelita, que era muy marchosa.
Carlota adoraba ver los ojos azules y el cabello rubio de nuestra vecina del cuarto, decía que esa chica era una diosa que se había hecho mortal. (Yo creo que escribía sobre ella escondida en el tejado las noches de las madrugadas rojas.) Ella siempre me susurraba canciones cantadas de prisa y corriendo por algún artista francés, o alguna diva del pop que habían significado algo importante en su existencia.

Carlota parecía simple pero en realidad era compleja. Odiaba quitarse los calcetines de los pies (que eran de colores, por supuesto) y nadie sabía por qué. Pero incluso en pleno orgasmo, ella se quedaba con los calcetines puestos. Le gustaba sentarse en el sofá del salón a dibujar gatos garabatos en un cuaderno con las tapas albaricoques (que no melocotón).
Carlota siempre salía corriendo cuando la pedía que se quedase conmigo cada tarde a las diecisiete y diecisiete. Cuando se quitaba las zapatillas de dibujos nunca desataba los cordones amarillos de estas, decía que así se sentían más unidas (yo creo que le daban esperanza).
Muchas veces no la comprendía, incluso la odiaba. Me quitaba las muñecas, los tacones, las faldas e incluso los tampones.
Carlota era una maniática del órden y siempre estaba colocando sus inmensos libros de pegatinas, las clasificaba por tamaños, por colores, por brillos, por suavidad. Parece paradójico pero ya que ella no podía controlar su vida, quería controlar el resto de cosas pequeñitas que circulaban a su al rededor.

De todo esto me di cuenta el día en el que Carlota murió.
Nos había mentido con los últimos informes del médico. No "estaba bien" como ella decía, estaba muy jodida. Y no nos lo quiso decir a nadie.
La encontré en la cama, con sus Manolos todavía puestos, con las gafas de color verde en la cabeza, el paquete de Marbolo tirado debajo del colchón y un corazón pintado en el pecho. Realmente, el suyo jamás había cabido allí.