Nana.

Es difícil tratar de escribir algo sobre ella, nunca es fácil escribir y menos como si intentase hacerle un homenaje (o un recuerdo adornado) a ella.
Nana era una mujer, o más bien un ángel irreal, que tuvo que sufrir desde que era una niña; quizás por eso me entendía tan bien, la verdad, no lo recuerdo.
Algo que me han contado (cantado, recitado, suspirado...) es que me quería como si fuese la hija que nunca tuvo, o la nieta que siempre deseó. Me hacía pompas de jabón cuando lloraba solo por ver mi sonrisa reflejada en los pequeños mundos de cristal, o tratar de atraparla con mis manitas llenas de tubos.

Nana trató de vivir siempre en silencio, sobretodo después de su boda. Hay veces que los ángeles lloran, pero no se lo muestran a los demás. Sus agonías se las tragaba con el café y ante los demás sonreía felizmente. No había día que no se hubiese caído, arañado, lesionado...
Todos queríamos calificarla de torpe, aunque no fuese así. Cabrón.
Unos años después se alejó de su infierno particular para intentar vivir normal, parecía feliz y tranquilo, todo eran buenas noticias. Me alegraba los días de hospital y me hacía juegos para cuando estaba en casa.

Lo peor fue el día.
Ese día estábamos en el salón; estaba un canal de música puesto en la radio, quizás sonaban las Spice Girls, que por aquél entonces eran mi grupo favorito, quizás sonaba algo de jazz, no lo recuerdo. Estábamos en el sofá de tres plazas. Aquella mañana me había puesto mi vestido más bonito; era blanco, azul y verde, con flores. Era mi vestido favorito.
Íbamos a ir al zoo o a dar una vuelta por la Casa de Campo, eso lo recuerdo con claridad. Tenía el pelo cortito y lleno de rizos, como un pequeño trasto. Mis ojos eran grandes y mi piel todavía blanquita, una gran sonrisa y unos labios de fresa.
Jugábamos con mi muñeca preferida, Queca. Todo fue muy rápido.
Llamaron al timbre, ella fue a abrir. Yo me quedé en el salón, esperando. Sonó un 'boom', un disparo y un golpe seco. Dejé caer la muñeca y salí despedida al hall.

Y allí estaba ella, en el suelo. Vestida de blanco, con unas alas invisibles a la espalda. Su vestido se iba manchando de rojo, de sangre. Él me miraba con la pistola en la mano, no hacía nada, solo temblaba. Odiaba a aquel hombre. Y ahora más.
Me agaché y le puse la manita donde la herida. Ella abrió los ojos y sonrió.
-No llores pequeña, solo... s-...-e feli-...-z
Y cerró sus dos luceros para siempre.

Carlota.